domingo, 30 de enero de 2011

¿Cómo lo ve ella?

Me desperté con una llave en la mano. Llevaba un llavero bastante sencillo pero no sé porque, llamaba mi atención de una manera especial. Restregándome las sobras que habían dejado mis sueños en los bordes de mis ojos y degustando el sabor que aun quedaba por las esquinas de mi boca, me centré en la extraña aparición de esas llaves. De ellas, colgaba una etiqueta en la que aparecía una dirección. Me incorporé y seguí observándolas. ¿Qué se suponía que debía hacer? ¿Aparecerme en esa dirección y devolverlas? ¿Quién sería? Y lo más importante, ¿Cómo habían llegado a parar a mis manos?

Me levanté y fui hacia la cocina dejando las llaves olvidadas encima del mármol. Me preparé un zumo recién exprimido porque sencillamente me apetecía. Mientras me lo bebía saboreando la acidez en cada sorbo y mirando un punto fijo de la cocina, pensando en nada, por el rabillo del ojo distinguí las llaves. Era como si me llamaran. Querían volver con su dueño. Así, que las cogí y las dejé lo más cerca de la puerta posible pretendiendo que ellas solas se cansaran de llamar mi atención y se volvieran por donde habían venido. Pero no lo hicieron. Cada vez que pasaba por delante me recordaban su extrañeza, y la intriga y mi poca paciencia estaban acabando conmigo. Me arreglé y me dispuse a pasar cerca de la dirección que indicaban por si algún recuerdo decidía aparecerse de repente por mi cabeza.

Ahí me encontraba enfrente del edificio. Nada. No había estado jamás en ese lugar. En un arrebato hice sonar el timbre. Nadie. Ninguna voz salió del portero automático. Apreté la llave muy fuerte contra mis dedos y abrí la puerta lentamente. Todo oscuro. Cerré la puerta y me adentré en el sombrío e interminable pasillo. Al final una habitación con algo de luz. La habitación rezumbaba un ambiente especial y mágico. Alguien había cuidado cada detalle que allí se encontraba. Unas velas aromáticas en las mesitas de noche, una confortable cama esperándome, el olor dulzón a incienso y pétalos formando un recorrido.

Me agaché y cogí un pétalo. Era suave y su olor me transportaba a placenteros recuerdos. Un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Notaba la presencia de alguien detrás de mí. Y aunque había entrado con una llave desconocida a un apartamento en el que no había estado allí antes, y sentía el respirar de alguien a la espalda, no me sentía extraña. La inseguridad había volado. Me tapó los ojos con un suave y perfumado pañuelo. Y sin inmutarme lo más mínimo, empezó a recorrer con sus manos todas esas curvas que me habían hecho mujer. Sentía cada huella que sus dedos dejaban en mi cuerpo. Vibraba cada vez que sus labios se posaban en mi espalda para besarme. Revivía cuando soltaba su aliento por encima de cada vello dormido. Con delicadeza me posó en la cama. Sí, era más confortable de lo que había imaginado. Sin poder ver y sabiendo a lo que me exponía me dejé llevar experimentando cada sensación que mi cuerpo decidía saborear. Se me erizaba la piel con tan solo pensarlo.

Me quitó la venda de los ojos con mucha calma pero al abrirlos solo vi un cuerpo desnudo que ardía en deseos de que fuera suya. Decidí coger las riendas de la situación y alargué la mano hacia la mesita cogiendo un hielo de la cubitera. Empecé a lamerlo recogiendo todas las gotas que iban cayendo y chocaban contra mis labios, dejándolos húmedos y tentadores. Seguidamente, fui pasando el hielo por el contorno de mi barbilla hasta la llanura de mi cuello, levantando lentamente mi cabeza y cerrando los ojos, dejando ver a contraluz cada una de las pestañas que poblaban mis exóticos ojos. De vez en cuando, mientras el hielo iba perdiendo volumen debido a la alta temperatura de mi cuerpo, haciendo que las moléculas se dejaran ir de las manos, tal y cómo nos estaba ocurriendo a nosotros, iba lanzando miradas furtivas, llenas de pasión, de ganas, de deseo. Mientras, él no quitaba ojo del recorrido que iba haciendo el afortunado hielo por mis senos, se imaginaba poder estar en su lugar.

Viendo su actitud yo jugueteaba más, pasándolo por las zonas en las que él abría más los ojos, como haciendo énfasis en sus preferidas. Hasta que decidí traspasar esa sensación escalofriante pero a la vez sensual a su cuerpo, haciendo hincapié en la totalidad de su miembro hasta conseguir que gozara de la insensibilidad a la que se exponía, del mismo modo que unos valientes escaladores han quedado atrapados en las blancas montañas y están tumbados sobre la nieve esperando su trágico final. Ahí es cuando aparecen mis ardientes y acogedores labios en su rescate, haciendo mella en cada uno de sus pliegues, reforzando el fogaje con la pasión del único órgano móvil de mi boca. Su cara mostraba puro placer, como si gracias a mi boca hubiera revivido. Estaba espléndido, brillaban sus ojos, se relamía los labios, despertaban sus sentidos, las sensaciones se encontraban a flor de piel. Seguí durante un largo rato reanimándolo, salvándolo, estimulando y dando calor a todas las terminaciones nerviosas hasta llegar al glande, devolviéndole así toda la sensibilidad a su miembro.

Al acabar levanté la cabeza y lo miré fijamente, dándole a entender que deseaba que posara su mano, allí donde más le apeteciera y la arrastrara como un sediento en el desierto, por la fina capa que cubría toda mi persona. Así lo hizo. Y cada parte que tocaba, como si de un interruptor se tratase, encendía en mí la lujuria contenida. Me acerqué salvajemente a su boca, y lo besé apasionadamente, intercalando pequeños mordiscos en sus labios para que notara las ganas que me mataban por dentro. Todo se desenvolvía en un ambiente mágico, alejado del mundo y del tiempo, es lo que sucede cuando introducimos la intención en el campo del deseo, esa intención inmanente que nos caracteriza y con el único fin de hacerse realidad.

Así fue cómo empezó todo; cómo se desarrolló, cómo fue aumentando mi ansia, cómo levantó ese ángel caído, cómo encendió mi pasión, cómo evaporó esas cenizas, cómo fue despertando cada parte de mi ser, cómo consiguió que enloqueciera, cómo pudo con mi resistencia, cómo volvió a hacerme vibrar,… así fue como poco a poco, sentía que tanto él como yo nos fundíamos en una misma persona. Lo sentía tan dentro de mí, tan mío. Era un sueño bajo las sábanas, era nuestro sueño. Mi cuerpo ya no se mostraba frágil, se sentía más vivo que nunca, se sentía dueño y dominador de lo que tenia ante él.

Sentía cómo su sudor me penetraba, se volvía mío. Los arrebatos de deseo que nos movían se iban transformando con entusiasmo en una debilidad cada vez más exánime. Mientras manchábamos las sábanas con un frenesí exacerbado digno de figurar en la mejor tragedia griega, nos traspasábamos lo que sentíamos a través de besos embriagantes que me anestesiaban. Al notar que el delirio estaba llegando a su punto máximo, me acerqué a su oreja izquierda para provocar doble satisfacción en el cuerpo sobre el que me encontraba. Mientras su estado de nirvana hacia de las suyas extasiándolo, yo por mi cuenta lo enviaba al más allá pasando mi lengua por su lóbulo; así escuchaba las ganas que me poseían, la satisfacción que aquello me proporcionaba, la armonía que provocaba en cada célula que formaba mi cuerpo, la paz que transmitía a mi yo aquél estado de fascinación y el encantamiento que me elevaba a lo más alto dejándome a la altura de las estrellas. De este modo, conseguía un escalofrío que le recorría el vello del cuello hacia la nuca, y que el efecto era el contrario de las montañas de naipes. Mi malicia aumentaba cuando a pesar de todo, yo triplicaba el efecto de placer a través de pequeños besos y mordiscos llenos de cariño, a la vez que bañados de vehemencia y deseo.

Allí me encontraba yo aterrizando en la llanura de la calma, dónde la ingravidez toma fuerza, dónde no importa nada, dónde todo parece estar correcto. Y allí nos encontrábamos nosotros, exhaustos, sin fuerzas, sin dolor, sin timidez, sin cruzar palabra,… felices. Me acercó un Chester y los dos fumamos con el único soplo que quedaba dentro de nuestro pecho, sintiendo como la nicotina entraba y se unía fuertemente, chocando con las paredes de mis pulmones. Mente en blanco, la muerte cerebral que había presenciado minutos antes ocupaba todos mis pensamientos. Mientras rescataba la ropa que salvajemente había tirado en el suelo, y sobretodo mientras las medias tocaban mis suaves y relucientes piernas al ponérmelas, millones de desazones que antes habían volado ahora retomaban fuerza y se anteponían a todo lo demás.

¿Qué era aquello que había desatado mi locura llevándola al extremo? ¿Qué era lo que había dado rienda suelta a mis pasiones sin yo decidir primero? ¿Qué era lo que ahora se apoderaba de mí torturándome? ¿Era miedo de volver a notar como cada fisura penetraba en lo más hondo de mi corazón? ¿Era desprecio por mí, por mi vida y por lo que me rodea? ¿Era el dolor que podría sentir más tarde lo que me apenaba?

Sin duda algo me preocupaba, me sentía consternada, acongojada, atormentada pero sobretodo, amargada. Sentí ganas de mirarle a los ojos. Me giré buscando su mirada. La encontré. Y allí estábamos, medio vestidos uno enfrente del otro, mirándonos. Necesitaba ver en sus ojos la respuesta que esperaba. No la encontré. ¿Pero cómo puedo ser tan tonta? Nunca aprendo. Así que sin dudarlo un segundo más, recogí con ímpetu la ropa que aún se encontraba abandonada encima del sillón y con los zapatos en la mano, eché a correr pasillo a través. Escuché algún grito ahogado al fondo de la habitación, pero no paré. Seguí corriendo descalza hasta llegar a la calle, haciendo señales con prisa para que un taxi hiciera el favor de parar. Me subí sin pensarlo y entre sollozos, mande a aquél pobre hombre que estaba presenciando mi triste vida, allí donde nada ni nadie pudiera herirme.

Miraba a través de los cristales del coche aquel lugar dónde alguna vez hubo amor, dónde también hubo cariño, donde todo empezó… las lagrimas ocupaban la mayor parte de mi cara, dejando mis ojos empañados de una tela fina que dificultaba la visión y así, aquél lugar se iba haciendo borroso, iba desapareciendo. Notaba la grava que había quedado incrustada en la planta de mis pies a causa de la brusquedad con la que había salido corriendo. Entre gemidos y lamentos noté algo entre mis manos. ¡Era la llave! ¿Por qué? ¿Por qué me perseguía? ¿Qué quería de mí?

Rápidamente avisé al taxista de mi nuevo rumbo y dando un violento giro al volante, haciendo chirriar las ruedas de caucho, cambió de dirección. Llegué a mi destino. Me bajé del coche dejando al hombre con cara de desconcierto, mientras yo poco a poco me alejaba descalza hacia el acantilado. Necesitaba abandonar este afligimiento que me condenaba. Cogí las llaves con todas mis fuerzas y las lancé al infinito, rozando la apuesta de sol. Fui siguiendo su recorrido hasta que se confundió con las bruscas olas que esa tarde asaltaban las rocas. Escogí ese sitio, porque hay mar. El mar ayuda a pensar, a reflexionar, a arrinconar lo que nos duele, a desconocer lo que algún día conocimos, a omitir lo que nos hace daño, a extraviar sentimientos y a olvidar amores imposibles.

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