Hace muchos, muchos años, exactamente 27, llego a mis oídos
una historia de un lugar no muy lejano, y que hoy me gustaría compartir contigo,
hija mía.
Cuentan las malas lenguas que en lo alto de una montaña vivía
un científico ermitaño. Un hombre con una apariencia desgastada, comida por la
mala vida y los desengaños del corazón.
Él vivía en una modesta casita situada en la falda de la
montaña, dónde el rio alimentaba el pueblo con sus cristalinas aguas y sus rayos
de sol chocando con las miles de perlas que formaban su cauce. No es oro todo
lo que reluce. Así fue, que un buen día ese anciano, que en algún momento
sintió la juventud en su piel, agarrándolo de tal modo que vibraba al rodearse
de personas queridas, se cansó.
Se cansó de dar sin recibir, de ofrecer sin pensar, de amar
sin miedo, de sentir sin saber, de olvidar sin conseguirlo. No entendía que
tipo de enfermedad había arrasado con todo el pueblo, diseminando su odio y su
envidia a todos los habitantes de aquella pequeña población.
Al cabo de unos días que ya toda la gente estuvo contagiada
hasta la medula, el joven de ojos soñadores se vio inmerso en un mundo
rarísimo. Un mundo donde la hipocresía ganaba a la humildad, donde el engaño
ganaba al amor, la envidia a la felicidad, donde el ansia de una persona era
capaz de sacrificar un conjunto de ellas, donde la pérdida tenía más valor que
la victoria, donde lo injusto estaba a la orden del día, donde lo macabro se
consideraba cultura y donde el arte moría a cada minuto. Donde un mundo ideal
pasaba a ser una utopía; un mundo triste, el mundo real.
Así fue como se fueron calmando sus ansias de vivir, así se
fueron apagando sus ojos confundiéndose entre los pelos, ahora canosos, que
dejó de arreglar. Así se sumió en un estado de tristeza que poco a poco, iba
vaciando su interior y cansando su alma.
Tal fue su aflicción que harto de todo ese conjunto de almas
contaminadas rodeándole, optó por la soledad. Esa que siempre está ahí cuando
nadie está contigo para verla.
Pasó horas, días, semanas, meses, incluso años lejos de todo
aquello que lo consumía por dentro, en una cabaña situada en la punta más alta
de la montaña. En un lugar dónde no llegaban los escaladores, ni las maquinas
taladoras, ni siquiera las voces extraviadas de los aviones. Sólo se escuchaban
los rumores de las montañas quejándose por lo veían desde las alturas, los
cantos de los grillos en las noches de verano y un sinfín de sonidos que eran
melodía para sus oídos.
Pero también acabó cansándose. Paz iba siempre muy bien acompañada
de soledad, y al pobre anciano sólo le aliviaba pasar las noches, bebiéndose su
melancolía.
Una de esas noches la nostalgia decidió llamar a su puerta.
Él abrió no muy convencido, con el cerrojo aún puesto. Nostalgia al ver que no
era bien recibida, decidió colarse por las rendijas de la puerta aún medio
abierta, también por los desagües convirtiéndose en dulces destellos que iban
cayendo por el grifo a cuentagotas, y por los agujeros que los ratones habían
ido preparando por si este día llegaba.
Una vez dentro, inundó las cuatro paredes de la cabaña,
recorrió cada mueble que allí se encontraba y trasteó todos los cajones, llenos
de trastos viejos. No complacida con todo eso, decidió impregnarse en la ropa
del viejo, traspasando a su piel unas sensaciones que jamás había percibido. El
hombre con el vello de punta por la idea que le había asaltado en ese instante,
decidió coger papel i lápiz, i empezó a trabajar con ella hasta que los
primeros rayos de sol se colaron por las rendijas de su estropeada persiana. Su
sabia mente, su débil cuerpo y su desdichada alma pusieron todo su empeño en un
único fin: crear una persona que rozara la perfección.
Primero cogió una muestra de sujetos al azar. Los sujetos
eran todos diferentes entre ellos pero algo los unía fuertemente y creyó que
era lo que estaba buscando. No los unía la envidia, ni el odio, ni la codicia,
ni los celos, era algo diferente, algo nuevo… un sentimiento muy fuerte
parecido al amor. Los científicos lo denominaron amistad.
Cuando tuvo todo preparado para dar una calurosa bienvenida a
su creación, dispuso sus instrumentos sobre la camilla y preparó todo tipo de
soluciones en diferentes probetas, mezclando fuerza, energía y vitalidad.
Empezó escogiendo la cabeza, ésta tenía que ser compleja y bien
organizada para que no se formaran agujeros negros donde acabara perdiéndose
información importante. Debía llevar incorporado el manual sobre el arte de
pensar para poder darle un buen uso. También era importante que esta cabeza
contara con ideas propias, sin malicia, pero con una gran inspiración y
creatividad incluida. Le costó mucho trabajo escoger la mente perfecta, pero al
final dio con la indicada.
Seguidamente se centro en los ojos de los sujetos; demasiado
grandes, demasiado pequeños, demasiado rasgados, demasiado claros, demasiado
oscuros,… Por fin encontró los que buscaba, unos ojos que inspiraban seguridad,
determinación, que no sólo servían para ver, sino para darle la vuelta a las
cosas, escudriñar todo aquello que captaban y verlo desde otro punto de vista.
Un poco más abajo, la nariz. Buscaba una que fuera perfecta,
que los olores que entraran llevaran a esa persona a recuerdos placenteros, una
nariz que supiera oler el peligro para así esquivarlo con gracia. Y ahí la
tenía delante de él, quedó satisfecho con el resultado.
Ahora le tocaba el turno a las orejas. Necesitaba que
estuvieran bien enfocadas hacia afuera, que supiera escuchar, que la música le
produjera escalofríos. Que todo aquello que entrara por ellas, le conmovieran y
le hicieran crear, imaginar, sentir. Sí, esas eran perfectas.
Seguidamente se centró en la
boca. Ésta debía tener unos dientes que supieran morder cuando las cosas se
pusieran feas, una lengua graciosa que la hiciera suspirar y una campanilla que
se pusiera a dar mil vueltas de alegría al notar los placeres de la vida.
También los labios debían ser perfectos para besar a todas esas almas necesitadas
de amor. Así encontró la mejor boca de entre todas las que sus ojos miraban sin
parpadear.
Sin más dilación pasó a los
brazos. Buscaba unos que tuvieran fuerza, energía, que todo lo que tocará
brillara. Unos que supieran dar calurosos abrazos y dónde la música pudiera
campar a sus anchas, de arriba abajo y a lo largo de éstos. Unos brazos
acompañados de unas manos habilidosas, juguetonas, divertidas y muy vivas. Unas
manos que acariciaban el aire de tal manera que éste sentía cosquillas. Ahí
estaban, no podría haber encontrado unos mejores.
El científico llegado a este
punto se sintió muy cansado, pero sus ansias y la ilusión con la que construía
esa magnífica persona, hicieron que continuara con los planes propuestos. Hacía
tiempo que no se sentía tan vivo, tan radiante. Siguió ahora en busca de algo
con que la persona pudiera desplazarse, unos pies.
Buscaba algo fuera de lo común,
unos pies pequeños con los que pudiera hacer mil virguerías, que diera la
sensación que podía volar. Que la música corriera por sus venas, atrapara todos
sus puntos nerviosos y los controlara de tal manera, que verla bailar fuera un
regalo para las retinas de los demás humanos.
Llegó el momento esperado por
todos, faltaba lo más importante, eso que acaba de caracterizar a una persona y
la hace especial. ¿Lo oyes?
Es el sonido que marca los pasos de una persona, el
sonido que mueve el mundo, puede llegar a unir o incluso asustar a los demás. Son
las sensaciones, los sentidos, los actos, los recuerdos, los sentimientos. Es
la parte que mueve todas las otras, que hace caminar a la persona, que ve, que
siente, que huele, que oye, que toca, que piensa. En definitiva, es el que
acaba decidiéndolo todo, el que guía el camino que seguimos y el que siempre
recibe los golpes. Es la parte más fuerte y más sensible a la vez. Tiene mil y
una razones para seguir latiendo a pesar de todo. Es el corazón, el único músculo
que nunca descansa.
El científico quiso acabar de
formar a la persona con unos recuerdos que encontró en algún baúl olvidado,
lleno de polvo por el paso del tiempo. Rellenó el corazón con una pizca de
risas, un saco de humor, un soplo de inocencia, una cucharada generosa de
felicidad, un rayo de espontaneidad, una gota de locura, un huevo de ritmo, una
sobredosis de emoción, un puñado de lágrimas, un susurro de escalofríos, un
chorro de diversión, un saco de sueños, y todo bien forrado de amor.
¿Te has fijado? Gracias a la
buena fe y la perseverancia de aquel hombre descontento con su alrededor,
consiguió lo que quería y nos dio a todos nosotros un poco más de aire fresco
en este mundo turbio.
Y esta eres tú. Estos somos
nosotros. Y esta nuestra forma de decirte que te queremos y te consideramos una
persona especial. Una forma diferente de hacértelo saber, pero sin duda, una
pequeña muestra de lo que nos provoca acompañarte en este largo camino. Cógenos
de la mano, no nos sueltes. Aprieta tus dedos fuertemente contra los nuestros,
queremos que esto siga.