Ésta es la historia de
dos dioses un tanto peculiares, extraños, pero dioses al fin y al cabo. No eran
dioses eternos, de esos que perduran en la memoria siglos y siglos, ni de esos
que todo el mundo alaba, ni siquiera de esos que la gente hace locuras en su
nombre. La peculiaridad que los diferenciaba del resto era su pacto con la vida,
o más bien, con la muerte. A cambio de su inmortalidad les había sido concedida
una maravillosa oportunidad. Una historia de amor.
Él, Hércules, era el
dios de la fuerza. Sin duda, el más fuerte de todos los tiempos. Le gustaba
lucir sombrero en los días más soleados y también, en los más grises. Usaba
pantalones de mujer y se abrigaba con chupas de cuero.
Tenía el don de la
música, más concretamente el don de los tambores. No concebía la vida sin ella,
sin sus notas, sin sus melodías. Cada golpe que daba a su amado instrumento le
engrandecía el alma de tal manera, que se hacía difícil convencerla de que
permaneciera dentro de sí.
Tenía su propia visión sobre
las cosas, y le encantaba el orden que él había creado en su desorden. Tampoco
desistía de las fiestas, la bebida y el desenfreno que lograba, cuando su alma
conseguía escapar de los barrotes de su cuerpo.
Ella, Afrodita, era la
diosa de la lujuria, la sexualidad y el amor. Su nombre significaba “la que
viene al anochecer”, y dignamente gozaba de esa definición. Le encantaba cuando
el sol empezaba a bostezar, cansado de brillar durante toda la jornada, y la
luna ansiosa apretaba por salir creando pleitos con él, exponiendo que era su
turno. También, la música tenía efecto en ella; conseguía hacerle brillar los
ojos y erizarle la piel de tal manera, que sentía que los pies se elevaban a
medida que sus oídos se abrían.
Tenía el don del
desorden. Ella, también creía en la teoría de que el desorden era parte del
orden, y así lo mostraba en la práctica, al mezclar palabras por hablar más
rápido de lo que su lengua podía soportar.
El despiste también
formaba parte de su día a día. Olvidaba cosas aquí y allá. Tanto era, que a
veces no entendía como podía llegar vestida a los sitios con la cantidad de
ropa que había esparcido en los diferentes lugares que frecuentaba. Aunque a
decir verdad, tampoco entendía la suerte que le había sido concedida al
encontrar más cosas de las que perdía.
Cada uno tenía su vida.
Hércules, tres hermanos. Afrodita, dos. Vivian en el mismo pueblo, cerca de la
sierra y de una maravillosa montaña del mundo de los mortales. Era un pueblo
pequeño, así que no era casualidad que se conocieran, como tampoco era extraño
que nunca se hubieran fijado entre ellos más allá de lo que la vista les
alcanzaba.
Pero como en todas las
historias de amor, ese día tenía que llegar. Y llegó, por fin. Sus caminos se
cruzaron gracias a la casualidad. Aprovechando la invitación a un banquete, por
el enlace de dos amigos que tenían en común. Como era normal, disfrutaron de la
celebración, del júbilo y de la alegría que causan estos encuentros. Pero no
fue así que culminó su historia, porque el uno no reparó en el otro.
Fueron muchas las veces
que coincidieron, pero cada uno seguía el curso de la vida que se les había
presentado, sin esperar nada más. Eran vidas paralelas con pequeñas diferencias
que necesitaban encontrarse.
Afrodita empezó
sumergiéndose en el bello mundo de las artes y la educación. Para una diosa era
algo vital, si quería seguir disfrutando de la mágica mortalidad que le habían
otorgado. Fueron épocas complicadas, que la obligaron a un sinfín de cambios,
aunque es cierto que también vivió momentos felices.
Hércules en cambio, creó
una vida. Lo mejor que podía crear un mortal. Así nació Heraclidas, un semidiós
que llevó a Hércules a desvivirse por esa creación, su creación. Esto trajo
también muchos cambios a su vida. Tanto buenos como no tan buenos, aunque solo
con verlo, saltaba una chispa que conseguía esfumar todo aquello que no
soportaba.
Durante el transcurso de
todo esto, Hércules y Afrodita perdieron la amistad, perdieron eso con que un
día pudieron intercambiar saludos, sonrisas y alguna que otra palabra. No fue
hasta el IV del X del año MMXII cuando el grupo de música preferido por los
dos, se encargó de lanzar un mágico hechizo tanto para sus oídos como para sus
corazones, en esa noche que dejó un punto y aparte en sus caminos, un salto con
los pies juntos que consiguió hacerlos llegar dónde jamás hubieran creído que
podrían estar. Pero no fue todo coser y cantar. Tampoco la historia acaba aquí.
Después de ese día, las
sensaciones estaban a flor de piel cuando sus miradas se encontraban, sus más
íntimos deseos chocaban contra un muro cuando se disponían a salir, todos esos
impulsos quedaban a un lado cuando la realidad, les gritaba en la cara que era
algo imposible para aquellos dos corazones con fecha de caducidad.
Aunque sus caminos
volvieron a separarse, borrándose aquellas huellas pisadas con tanta fuerza, el
uno tenía todos sus pensamientos puestos en el otro, incluso aquel sentimiento
no consiguió desvanecerse con el paso del tiempo. No podía ser de otra manera.
Una vez más, la música
se atravesó en sus vidas uniéndolos para acabar lo que un día empezó. Se podría
decir que la música los salvó del mundo, de lo que tiene que ser, de lo
impuesto y lo decidido, de lo escrito y lo olvidado, de los finales sin sentido
que cargaban a sus espaldas.
Mezclaron así sus dones
y gracias a eso, los reencuentros fueron más seguidos, más emocionantes, más
decididos, más sentidos. Fue así como al fin, una noche dónde la luna presidia
el cielo, vestida de sus mejores galas, mirando con desdén a toda la humanidad,
tuvo lugar el gran acontecimiento musical. Fue así como la música consiguió
entrar por los oídos, tocar los corazones y llegar al alma de estos dos dioses,
que creían haber entregado su inmortalidad al azar, sin sentir siquiera el amor
en sus caducos cuerpos.
Aquí no acaba el cuento,
esto sólo es el principio, y aunque los dioses no sean eternos y no puedan
perdurar por siempre, sí lo son las historias. Y ésta es una, quizás la mejor
que podía ocurrir.
No existen caminos
diferentes cuando el único camino posible es el amor.
Te quiero, mi
Hércules.
Firmado: Tu
Afrodita