Soledad en cada mirada, en cada huella, en cada trocito de
asfalto, en cada atisbo de luz. Las miradas ajenas se clavan en mí mientras sus
bocas susurran a oídos que desmerecen. Se resiente el alma intranquila por lo
que acontece. Secretismos varios de sensaciones manchadas de error. Silencios que
se disuelven a medias tintas entre cromatismos imaginarios. Resúmenes vacios
que no dan lugar a la reflexión. Tristeza vestida por la locura. Una locura sin
pies ni cabeza que me obliga a pensar mientras ando perdiendo el norte.
La noche da paso a ojos cerrados y corazones abiertos,
expuestos a arrebatos sin sentido que no conducen a nada, solo al vacio de un
interior descontento con casi todo y que encuentra sin buscar. Encuentra miedo,
lágrimas, rechazo, desorden, desidia.
Falta mucho para encontrar poco que necesitar. Esos corazones
tan abiertos se infectan a la mínima, ya no están para nadie. Se guardan en
cualquier rincón junto a las cosas inútiles a la espera de usarlos algún día,
antes de que acaricien las montañas de basura humana que podemos producir
gracias a nuestro don destructor.
Dirigen la orquestra melancólica que da paso a los días
discretos sin más cambios que la llegada de frentes lluviosos. Elevan a unas
personas mientras sueltan de la mano a otras. Sincerarse con uno mismo, he ahí
el quid de la cuestión.
Se oyen allá en la lejanía, las voces de laúdes que gritan
socorro sobre bases sin letra, la historia está aún por contar.
Escúchalas una y otra y otra vez. El alma necesita vaciar y
escupir palabras que se ahogan entre la vida y la muerte de aquellos que no
aprovechan el momento, y se pierden entre planes, proyectos y sueños que nunca
llegarán porque se han suicidado en el abismo del lenguaje mudo.