domingo, 16 de septiembre de 2012

En las guerras todos pierden



A veces me gustaría gritar a los cuatro vientos que no me importan, que pueden destrozarme la vida sin que consigan que me inmute, que fluyo cuando no están cerca y que mis ojos se apagan la mayor parte del tiempo cuando los miro. Pero no es verdad.
Intento caminar alegre, viva, pero cuando cierro los ojos, me dejo llevar y estoy tocando el cielo, miro hacia abajo. Y seguidamente, veo como esos puntitos minúsculos se convierten cada vez más rápido en muchos, se dividen, se encienden, se funden, parecen ciudades, pueblos, casas, farolas, coches, personas, asfalto. Frio y duro asfalto.
Todo lo verde se vuelve negro, se quema. Las cenizas no me dicen nada y todo lo que antes pensaba con tanta fuerza, cuando el viento me cogía de la mano, ya no está. Ahora solo queda en mi mente la imagen muerta de mí hace unos días, y que me resulta bastante desfasada. Nada tiene que ver con el ahora. Como cuando encuentras de entre los recuerdos algunas fotos de hace ocho o quizás diez años, y te entra esa sensación de nostalgia y risa por la fachada que te traías. Y es que por más que digan, después de la tormenta no siempre llega la calma. No siempre el karma te devuelve lo que mereces.
Pasan por mi cabeza multitud de ideas. Romper. Gritar. Huir. Marchar. Sufrir. Conocer. Liberar. Pero ninguna hace que me tranquilice. Solo me machacan los sesos y retuercen mis latidos. Me envasan al vacio, sin existencia, sin querer.
Mirando al horizonte hace un momento todo parecía más claro; el bosque más verde, el cielo más azul, el aire más puro, el ambiente más cálido. Pero no iba a durar mucho, claro.


Se me nublan los ojos, ya no sueñan, tienen miedo de perder contra el mundo. Mi alma anda de paseo y mis oídos se tapan ante las palabras con malicia. Mi cuello se aprieta, el nudo no pasa, se abre la nariz al mismo tiempo que coge un color rojizo. Se me encoge el corazón, se cierran mis puños, me tiemblan los labios. Se me eriza la piel, se entrecruzan mis dedos y nacen. Nacen una, dos, un puñado de ellas. Un batallón dispuesto a arrasar a su paso.
Ya está todo preparado para la gran batalla, ya están aquí. Pasean las lágrimas por mi cara dejando el rastro como los caracoles con su baba. Pasearos a lo largo y ancho de mi cara, resbalar por las mejillas con ímpetu, descansar en la comisura de mis labios, tratar de seguir adelante si tenéis suerte, caer por la pendiente de mi barbilla, mojar mi cuello, teñir de tristeza mi ropa y mi piel, seguir vuestro camino, pero no volváis más por aquí.
Así es como después de esas guerras internas, todo queda arrasado. Mi cuerpo descansa inerte, sin fuerzas, sin ganas. Mi mente aterrada por la barbarie que ha presenciado, se colapsa sin más, no quiere funcionar. Mi alma… ¡ay mi alma! Ella es la que más miedo me da. Me preocupa cómo pueda acabar, si saldrá ilesa, si continuará con su empeño, si sabrá dominarse, si no verá más fácil caer y dejarse ganar, si las batallas le quitan la vida y sabrá renunciar a la felicidad.


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